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La ira altera la visión, envenena la sangre: es la causa de enfermedades y de decisiones que conducen al desastre.
FLORENCE SCOVEL
El otro día vi por segunda vez una frase en instagram que tenía miles de likes. Decía así: «Pasada la crisis: Quédate con quien te llamó, escribió y se ocupó de saber si necesitabas algo», esto me recordó a un vieja historia que me contó mi abuela:
«Después de 45 minutos en los que dos personas estaban sentadas en ambos extremos de una plaza, una de ellas se levantó dirigiéndose a una de las calles de acceso de la misma para regresar a su casa. Al pasar frente a la otra persona, ésta tuvo la deferencia de saludar:
– Hola, le dijo al verle pasar.
– Idiota, ahora no me hables que llevó 45 minutos esperando a que vengas y no te has dignado a decirme nada y ahora que me tengo que ir, ¿quieres hablar conmigo?
Esta es una de las razones más absurdas por las que muchas personas se enfadan con sus «amigos»: que estuvieron esperando y no se les dio aquello que esperaban. Si durante la cuarentena esperaban que te hubieras preocupado por ellos y no lo hiciste, consideran que tienen el derecho a enfadarse y te reprocharán lo que no hiciste. El reproche es una de las formas de mal trato más recurrente hacia un amigo, el castigo con el silencio y el ninguneo, otra.
Hay palabras usadas para nombrar cosas tan distintas que difícilmente conocemos su sentido real. Una de ella es la palabra: amigo. Hay personas que llaman amigo, al compañero de juergas, al asiduo de sus fiestas, a quien nos ayudó cuando tuvimos problemas, al incondicional de sus risas pero ¿deberíamos llamar a esto «amigo»? En mi humilde opinión, amigo es aquel con quien tenemos el coraje de mostrarnos, de dejarnos ver. Aquél con quien hacemos el acto heroico de confiar y dejarle pasar a esa despensa desordenada y, muchas veces, descalabrada de nuestra alma.
La amistad exige un acto de fe por nuestra parte. El filósofo griego Plutarco ya nos hizo ver que: “La amistad es animal de compañía, no de rebaño” y todos sabemos lo difícil que nos resulta intimar ante un grupo y cómo buscamos el regazo de la intimidad cuando queremos compartir nuestro dolor y nuestro pesar. La amistad es, por tanto, un logro que solo alcanza el que tiene la capacidad de ser él mismo con el otro. Es el resultado de una capacidad y una cualidad del ser emocional y social que somos. Una capacidad y una cualidad que nos permite vincularnos, acercarnos y confiar en otro ser humano y que le ayudará a éste a hacer lo mismo con nosotros.
Una capacidad y una cualidad que serán puestas a examen y demostrarán hasta qué punto están suficientemente entrenadas en nosotros cuando las inclemencias de una vida demasiado “antojosa e inestable”, que siempre nos departa alguna sorpresa, nos pongan a prueba. Pues ¿quién no ha roto una amistad que presumía ser fiable, sólida y verdadera en los peores momentos de su vida? ¿Quién no ha sufrido con desasosiego la distancia de un amigo sin llegar a entender muy bien por qué?
En las acertadas palabras de Pitágoras las faltas de un amigo deberían ser escritas en la arena, superficie volátil dónde las haya, con la única pretensión de que éstas no ocupen innecesariamente nuestra alma cuando podrían ser barridas por la brisa de la comprensión y el perdón.
Todos sabemos que la perfección no existe, y que, antes o después, cometeremos algún error, evitando así correr el riesgo de quedar excluidos de esta imperfecta especie humana a la que pertenecemos.
Pero, si esto hace cierto que siempre podamos ser heridos por el errores de algún amigo, jamás deberíamos permitirnos el deshonroso “lujo” de ser sus jueces, o peor aún, despiadados verdugos que con sed de venganza terminen con quien, tiempo atrás, nos brindó su amistad.
La amistad es el resultado de una capacidad y una cualidad del ser emocional y social que somos, que nos permite vincularnos, acercarnos y confiar en el otro.
Todos sabemos que no consideramos amigo a cualquiera. Algo habrá hecho éste que nos pareció bueno, noble, honrado, cálido o afectuoso para ser considerado como tal. Pero ¿qué hace que un día le destronemos del lugar que ocupaba en nuestro corazón? Hay quién afirma que los buenos amigos se distinguen de los que no lo son en los momentos en que somos lapidados ferozmente por las tres parcas del destino, esas damas que, azarosamente, nos pueden ofrecer lo peor que al ser humano le puede deparar la vida: enfermedades, derrotas, pérdidas, rupturas, caídas y demás dardos envenenados que minarán irremediablemente nuestra energía.
Frases infantiles, egoístas y pasivas nos educan en la creencia de que los buenos amigos serán aquellos que acudirán en nuestra ayuda en esos momentos, aún no siendo llamados. Que se preocuparán de nuestras desgracias aunque no se las hayamos expresado y, de este modo, siempre tendremos a quien reprochar que no haya acudido en nuestra ayuda a pesar de que nosotros no le hayamos expresado que la necesitáramos. Así, uno puede mantener intacto su orgullo, blindado su ego, acorazado su corazón y hacer responsable al otro por no haber recibido su atención o su ayuda, una ayuda que él no ha tenido ni la confianza, ni la humildad, ni el coraje de pedirle.
Si miramos al otro de reojo, si lo juzgamos antes de preguntarle, si nos ofendemos antes de confiar, si rompemos esa relación en lugar de hacer lo posible por salvarla, algo de nosotros estamos evidenciando: nuestra incapacidad de ser “buenos amigos”.
Hay quien tiene en su triste haber una eterna colección de enfados, rencores, rupturas y facturas emocionales pendientes. Personas que tienen una lista negra de enemigos y que, al preguntarles la razón de tanto odio, contestan “sin pestañear” que el denominador común de su dolor es: haber sido abandonados. Pero jamás se han planteado la posibilidad de dirigirse a estos amigos y pedirles lo que necesitaban.
La única manera de hacer un buen amigo es serlo.
Creo, y lo creo con la confianza del ingenuo infante, que es imposible no tener buenos amigos, grande amigos, amigos como los que yo tengo (sin miedo a presumir por estas maravillas que me ha ofrecido la vida), cuando uno se muestra cercano, con la capacidad de abrirse al otro, de mostrar sus miedos, temores, debilidades, necesidades y derrotas; como también sin vergüenza o pudor de expresar sus sueños, anhelos, ilusiones y victorias. Pues los amigos nos acompañarán en nuestros dolores, nos ayudarán en nuestras luchas y compartirán nuestras victorias. Creo y lo creo con el convencimiento de un experimentado anciano, que quien se mueve por la vida con más ganas de entenderse que de vengarse siempre tiene a quien lo acompañe de la mano porque prefiere ir en compañía de un amigo que moverse bajo el estandarte del: “¡Yo tenía razón!. Porque, sin duda, el secreto para alcanzar una amistad auténtica es de una evidente simplicidad y una grandiosa complejidad. Un secreto que ya nos reveló Ralph Waldo Emerson. La pócima mágica será ésta. Así de fácil y así de complicado: “La única manera de hacer un buen amigo es… serlo” y la pregunta no será otra que la siguiente ¿sabremos cómo hacerlo?[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row][vc_row][vc_column][vc_video link=»https://youtu.be/A4d6amardqQ» align=»center»][/vc_column][/vc_row]