Si murmurar la verdad aún puede ser la justicia de los débiles, la calumnia no puede ser otra cosa que la venganza de los cobardes. Jacinto Benavente
El otro día recibí algún vídeo de esos que en estos días de cuarentena nos hacen más entretenidos los días, al visualizarlo pude observar cómo una persona desde su ventana increpaba con insultos y un tono de absoluta ira a otras que estaban en la calle. Mi hija, que en aquel momento estaba conmigo, me preguntó con cara de preocupación: – ¿Por qué se mete todo el rato con ellos?
Me hubiera gustado poder decirle que aquella conducta se debía a una razón lógica, me hubiera gustado poder decirle que aquella conducta tenía una justificación, me hubiera gustado pensar que quien parece justo y correcto lo es, pero yo sé que no: No es correcto insultar a quien no te ha hecho nada, no es justo sentenciar sin tener un conocimiento de lo que es verdad, no nos toca a nosotros condenar impunemente a quien está actuando sin dejar un margen a la duda.
Aquel rostro de sorpresa y asombro en mi hija me llevó, de un salto, a mi infancia. Reviví la emoción que yo sentía cuando era pequeña y en Semana Santa veía aquellas películas históricas con sangrientas imágenes del Circo Romano. Lo curioso es que recuerdo perfectamente que lo vivía con más angustia era el hecho de que un ser humano pidiera la muerte de otro ser humano, que disfrutara al ver su sangre, que las personas jalearan ante el dolor de un semejante. Me preguntaba qué podía ocurrir, cómo habiendo tantas personas ninguna mostrara ni un atisbo de humanidad.
A lo largo de mi vida esta pregunta me persiguió. Cuando veía en los libros de historia aquellas fotografías en blanco y negro de cadáveres amontonados, asesinados con la complicidad de cientos de miles de nazis que se creían «superiores». Cuando leí por primera vez que millares de mujeres fueron condenadas a la hoguera por la ignorancia de fanáticos que representaban lo casto y lo divino. Cuando descubrí cómo en la Guerra Civil pueblos enteros eran fusilados, siendo el «chivatazo» de un vecino la única prueba necesaria.
Lo paradójico del tema es que quienes acusan, quienes culpan, quienes sentencian, quienes exterminan son los que han creído siempre representar a los «castos», a los «puros», a los «correctos», a los «justicieros». Esos que señalando con el dedo a quien parecía ser la amenaza de la seguridad, de la salud, de la bondad, con sus acusaciones desataban las mayores barbaries cometidas.
Curioso que quien grita: «A la horca» se crea justo. Curioso que seamos incapaces de ver que cuando un dedo señala al prójimo hay tres dedos que nos señalan a nosotros.
Ya lo dijo Francisco Romero: «La calumnia es hija de la ignorancia y hermana gemela de la envidia» y yo me atrevería a añadir que, además, es el disfraz del miedo.
Ojalá esta pandemia no nos haga encontrar una razón más para ir contra quien está frente a nosotros, que no nos sirva como una piedra arrojadiza más para lanzar a nuestro vecino. Es cierto que en toda situación mostramos lo que hay en nuestro interior. Es verdad que cuando una persona insegura sabe que su conducta no tendrá consecuencias, saca su peor versión. Es verdad que sólo hay que darle un lapicero a un tonto para contemplar como éste nos saca los ojos. Tener razón no es suficiente para arremeter contra los demás, porque si perdemos las formas perdemos la razón.
Ojalá antes de acusar pensáramos que puede haber algún motivo que desconocemos y que puede explicar lo que estamos viendo, ojalá que antes de lanzar una afirmación sobre alguien le preguntáramos y le diéramos el beneficio de la duda. Ojalá nos prohibiéramos insultar y pedir la cabeza de nadie sin conocer sus circunstancias. Ojalá entendiéramos que todos merecemos ser juzgados de forma justa y que no es a nosotros a quienes nos corresponde hacerlo. Ojalá no nos permitiéramos ser de «gatillo fácil». Ojalá siga habiendo seres humanos que sufran al ver a otros pidiendo venganza, insultando, vociferando, agrediendo impunemente a sus semejantes bajo el prepotente estandarte de: «yo el casto»… ¡Ojalá!